Lo cierto es que los transgénicos nunca han arraigado en Europa. En los últimos años, Hungría ha destruido campos de maíz genéticamente modificado; Grecia y Alemania han prohibido estos cultivos, y Francia ha vetado el uso de cualquier semilla modificada. Se calcula que en el mundo hay 170 millones de hectáreas plantadas con OGM y que apenas 100 mil se encuentran en Europa. La mayoría de ellas se ubican en España, el único país de la Unión Europeaque cultiva transgénicos a gran escala, según Greenpeace, con el 90 por ciento del maíz modificado.
Monsanto, que entró a España en 1970, ha conseguido renovar la exportación del maíz MON-810 a pesar de la decisión de la Comisión Europea. La laxitud de la legislación española, la falta de un plan agrícola claro y el apoyo ciego del gobierno, demuestran la estrecha relación entre el país y la poderosa multinacional. Blanca Ruibal, responsable de agricultura de la organización no gubernamental Amigos de la Tierra, advierte que el 67 por ciento de los experimentos con transgénicos que se realizan al aire libre en Europa tienen lugar en España: “existe una gran opacidad en torno a estas prácticas. Nunca se sabe dónde están ubicados los cultivos experimentales a pesar de que hay una sentencia del Tribunal Europeo de Justicia que obliga a los gobiernos a comunicar dónde se encuentran. En España se oculta la información”.
Cuando Monsanto u otras empresas solicitan realizar experimentos al aire libre para probar sus productos, la mayoría de los países europeos se niega. España no, lo que lo ha convertido en un laboratorio perfecto. Tal es la docilidad del Estado español que Estados Unidos le presionaba y utilizaba para que favoreciese en Bruselas, Bélgica, la introducción de los transgénicos, como desvelan unos cables diplomáticos revelados por WikiLeaks.
Una de las tesis más esgrimidas por las compañías que comercializan con organismos modificados es que su uso puede contribuir a combatir la escasez de alimentos en el planeta. El multimillonario fundador de Microsoft y accionista de Monsanto, Bill Gates, llegó a afirmar que los cultivos transgénicos son la solución para acabar con el hambre en el mundo: un argumento que no se sostiene cuando vemos que la mayor parte de los OGM que se comercializan no se destinan a la alimentación, sino a la producción de piensos para animales.
En Argentina, principal productora de soya del mundo, más del 90 por ciento de la producción es transgénica, repartida en más de 19 millones de hectáreas de monocultivo que antes se dedicaban al ganado, a verduras y hortalizas. Miles de campesinos empobrecidos que antes vivían de labrar la tierra han emigrado con sus familias desde que Monsanto se estableció allí.
Lo mismo sucedió en India con el algodón, o en Kenia, donde una variedad de boniato transgénico introducido por Monsanto resultó ser menos productivo que el boniato convencional.
La información está derribando los muros de las oligarquías empresariales y permite conocer las consecuencias de los transgénicos para la salud y el medio ambiente. La decisión de la Unión Europea viene precedida de masivas movilizaciones en México, Argentina, Chile o Puerto Rico, protagonizadas por una ciudadanía organizada e informada que denuncia un abuso que atenta directamente contra la soberanía alimentaria, una línea roja que nunca se debió sobrepasar en favor de beneficios económicos privados.
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